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Cecilia Casado

A partir de los 50

Angulas de verdad

 

Soy lo suficientemente mayor como para contar en mi recuerdo con un tiempo pasado en el que, en las fiestas de invierno, se comía angulas. Mi abuela me contaba que antes de que fueran signo de “mesa pudiente”, había sido el pollo el rey de la fiesta, en una postguerra en la que unos tenían mucho y lo ocultaban y otros teniendo poco lo escondían también.

Hay un salto inmenso en cuanto a poder adquisitivo desde los años sesenta hasta los ochenta que es cuando comíamos angulas con cierta naturalidad quienes teníamos en aquella época un relativo buen sueldo a fin de mes. Nos parecía justo y equitativo realizar dispendios pillados por los pelos aunque –o precisamente porque- la generación anterior hubiera pasado una guerra y padecido la inevitable escasez alimenticia. Pero éramos jóvenes, qué puñetas, y nuestra biografía no guardaba (todavía) esos rincones oscuros del poco poder adquisitivo e incluso del hambre que padeció parte del país al que le pilló el golpe de estado del 36 en el lado equivocado, aunque ciertamente legal.

Éramos jóvenes, insisto, y el futuro nos pertenecía; y mientras devorábamos con ansia el presente nos deleitábamos con las pequeñas libertades posibles a la vez que poníamos en nuestra mesa algún que otro manjar. Como las angulas “de verdad”, aquellas que eran blancas o negras –según el color del lomo- y que íbamos a comprar a Hendaya vivitas y coleando para luego matarlas con agua y tabaco, cocerlas y comérnoslas en raciones de casi un cuarto de kilo  por persona, a lo grande, para desviar otras cuitas -que nada tenían que ver con el estómago- a la trastienda donde se acumula lo polvoriento, lo que demasiadas veces se piensa que se puede dejar para tiempos mejores, esa dichosa procastinación que suena a delito en el Código Penal y que, sin haberse inventado todavía, ya utilizábamos con más bien poco rubor.

He comido angulas muchísimas veces en mi vida: en casa y en restaurantes –celebración interpuesta- como un dispendio posible y nada inmoral, menos caras resultaban entonces que los menús degustación que ofrecen ahora los restauradores estrella y que a nadie que los frecuenta se le mueve un pelo por gastar en una comida de cuatro personas incluso más que el sueldo mensual de un trabajador de base.

Y había mucha gente a la que no les gustaban, las angulas, esos “gusanos” que a saber qué lodos del río arrastraban cuando se pescaban de madrugada con fanal en el Urumea o el Bidasoa. Comer angulas era un poco sibarita, como beber champagne en vez de cava o sidra champán –que hizo furor en la generación de nuestros padres.

Con el tiempo se socializaron las crías de la anguila y pasaron a las grandes superficies donde había que hacer colas de horas para comprar máximo un kilo de tal supuesto manjar al precio –al cambio de hoy- de unos sesenta euros el kilo. No era tanto, por supuesto que no, y allí que nos íbamos con la santa paciencia a cuestas para conseguir nuestro cupo. Eso duró hasta los noventa que fue cuando  llegaron los japoneses (no sé si es una leyenda urbana) y se las llevaron todas para que crecieran por oriente y se convirtieran en adultas anguilas con mucho aprecio –y precio- consideradas.

Entonces surgió el emprendedor por excelencia, el “listillo o visionario” que se decía entonces, que decidió fabricarlas con pasta de pescado, imitarlas haciendo como espaguetis con el lomo pintado, un engañabobos que no parecía convencería a los más listos, un negocio ridículo al que todo el mundo auguró triste fracaso porque…¿quién que haya probado lo auténtico se conformaría con una imitación desnaturalizada?

Es el signo de los tiempos, nuestros hijos han nacido en la cultura de la angula de mentirijillas y quizás nuestros nietos conocerán el jamón falso, el pseudo vino o el güisqui instantáneo y les parecerá bueno y correcto poner cara de deleite con esas imitaciones, como los relojes de oro hechos en China o las personas que parecen buenas y amables y esconden en su interior falsedades sin cuento.

Es el engañabobos por excelencia, la manipulación más increíble, hacer creer a quien jamás ha comido en su vida “angulas de verdad” que las “de mentira” son igual de buenas…y, sin embargo, ya es una gran verdad, o una posverdad avalada por igual por tirios y troyanos.

Con los años me ha pasado con el amor lo mismo que con las angulas; que habiendo probado lo auténtico no soy capaz de mover un dedo por llevarme lo falso como si todos los valores –emocionales y gastronómicos- se hubieran subvertido sin remedio.  No quiero sucedáneos de nada… ni en mi mesa ni en mi corazón.

Y las “angulas de verdad”, esas que siguen vendiéndose al vergonzante precio de 630€ Kg. –venta online directamente del criadero-, ya que no puedo disfrutarlas por impedimentos diversos –digamos que morales y económicos o ambas cosas- las voy a seguir llevando en mis recuerdos al igual que todavía conservo las cazuelitas de barro y los tenedores de madera, junto a las viejas cartas de amor y aquellas utopías  tan hermosas que fueron el motor de la juventud de toda una generación, de aquellos que hemos comido muchas “angulas de verdad” en nuestra vida…

Felices los felices.

LaAlquimista

Por si alguien desea contactar:

apartirdeloscincuenta@gmail.com

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Filosofía de Vida y Reflexiones. Lo que muchos pensamos dicho en voz alta

Sobre el autor

Hay vida después de los 50, doy fe. Incluso hay VIDA con mayúsculas. Aún queda tiempo para desaprender viejas lecciones y aprender otras nuevas; cambiar de piel o reinventarse, dejarse consumir y RENACER. Que cada cual elija su opción. Hablar de los problemas cotidianos sin tabú alguno es la enseña de este blog; con la colaboración de todos seguiremos creciendo.


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