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Carlos Rilova

El correo de la historia

Decidnos, ¿quién quemó realmente San Sebastián en el año 1813?. Algunas reflexiones sobre la Historia y la Pseudohistoria a partir de un libro de Iñaki Egaña

Primera Reflexión. Robar, matar, saquear, mentir… o, cómo era la vida de un soldado de las guerras napoleónicas

Por Carlos Rilova Jericó

Mi aportación de este lunes será bastante breve. Apenas me voy a limitar a presentar el artículo que el profesor Álvaro Aragón Ruano, presidente de la Asociación de historiadores guipuzcoanos me ha remitido para su publicación y que, por supuesto, suscribo totalmente.

En ese artículo que sigue a éste se abunda en la polémica que ha suscitado el colectivo Donostia Sutan en torno a la cuestión de quién dio la orden de quemar San Sebastián tras el asalto del 31 de agosto de 1813, plasmada principalmente en un libro firmado por Iñaki Egaña, “Donostia 1813. Quiénes, cómo y por qué provocaron la mayor tragedia en la historia de la ciudad”.

Según ese colectivo y ese autor fue el general Castaños, el vencedor de Bailén, el hombre que, cumpliendo con su deber, consiguió demostrar a Europa entera en esa localidad andaluza que los ejércitos napoleónicos no eran invencibles, que las corazas de la Caballería napoleónica no eran a prueba de bala y, en fin, que las doradas águilas de los estandartes imperiales podían ser capturadas como trofeo de guerra.

El profesor Aragón se extenderá sobre el poco fundamento que tiene esa afirmación que acusa a Castaños de ser el principal responsable del incendio de 1813 sostenida en las páginas del libro del señor Egaña.

Por mi parte sólo añadiré, a título de especialista en Historia Contemporánea, bastante centrado, por otra parte, en el período napoleónico, algunos pocos hechos documentados sobre ese escaso fundamento de las afirmaciones del señor Egaña.

Como indica el profesor Aragón en el texto que sigue a estas líneas, sólo cinco testigos de los 79 consultados por el Ayuntamiento donostiarra de 1813, reconocían haber oído a algunos soldados portugueses e ingleses decir que el general Castaños había dado la orden de quemar y pasar a cuchillo San Sebastián una vez que fueran tomadas sus defensas…

El profesor Aragón Ruano les dirá algo más respecto al valor que se puede dar a ese dato y las razones por las que, de acuerdo a las reglas del método científico, demuestra poco o nada respecto a la culpabilidad de Castaños en el incendio y destrucción de Donostia aquel 31 de agosto de 1813. Yo, por mi parte, les diré, desde ahora mismo, que para afirmar nada en base a ese dato hay que conocer muy bien cómo era la vida de un soldado de las guerras napoleónicas. Algo bastante fácil de saber en base a cientos de documentos. Como, por ejemplo, los que guardan minuciosamente muchos de nuestros  archivos más próximos, o bien a partir de los numerosos libros de memorias que editaron muchos de esos soldados años después de aquellos acontecimientos.

Les podría hablar, por sólo citar un par de casos, de “Recuerdos de este fusilero”, escrito a partir de lo que contó a su editor un anciano Benjamin Harris, soldado británico que luchó en 1808 en España, o de las “Memorias” del sargento Bourgogne.

Ambos soldados hablan en esos libros, con verdadero desparpajo, de muertes, saqueos, robos y otros varios incidentes escabrosos sin querer ocultar nada de lo que vieron, o protagonizaron, en León, en Galicia, en Moscú…, entre 1800 y 1815.

Sin embargo, quizás la obra que mejor refleja lo poco que podría valer el testimonio de un soldado de las guerras napoleónicas sobre cualquier cosa son los “Recuerdos de J. R. Coignet”. El aludido, como él mismo cuenta, fue reclutado para las tropas revolucionaras francesas en el año 1799 por medio de una leva masiva. Era entonces un joven analfabeto que trataba de aprender un oficio en su pueblo natal. A partir de esa fecha inició una fulgurante carrera que lo llevó a acabar la guerra como capitán de Estado Mayor del emperador después de haber luchado con él en Italia, en Austria, en España, en Rusia… En esos “Recuerdos” el viejo veterano señala, con el mismo desparpajo que Harris o Bourgogne -o tantos otros-, que el robo y la mentira -entre otras faltas- eran el modus operandi del soldado en campaña entre 1800 y 1815.

Algunas de las anécdotas de Coignet son realmente jocosas. Como, por ejemplo, aquella en la que cuenta cómo robaron, legalmente, una barrica de buen vino italiano después de que el furriel de su compañía firmase una orden con el nombre falso de Laplume -es decir, “la pluma” con la que había firmado, en efecto, aquel documento pseudoficial- por la que el ejército consular francés reclamaba ese vino como legítima contribución de guerra. Una canallada -una más de las muchas que cuenta el capitán Coignet- que salió a pedir de boca y con el benevolente beneplácito del oficial al mando de aquella tropa…

Juzguen ustedes mismos lo mucho, o lo poco, que uno podría fiarse de cualquier cosa que dijera uno de aquellos profesionales forzosos de la muerte, el robo, el saqueo y, en fin, el escurrir el bulto, el esconder la mano tras tirar la piedra, que fueron la mayoría de los soldados de las guerras napoleónicas.

A partir de ahí comprenderán mucho mejor todo lo que les va a contar el profesor Álvaro Aragón Ruano, al que, sin más preámbulos, cedo la palabra.

 

Segunda reflexión.   Notas sobre la Historia y la Pseudohistoria a partir de un libro de Iñaki Egaña

Por Álvaro Aragón Ruano

El pasado viernes tuvieron lugar, un año más, las fiestas de la calle 31 de agosto de San Sebastián, recordando la quema de la ciudad a manos de las tropas anglo-portuguesas comandadas por el teniente general Graham, lugarteniente del general Wellington en 1813. No seremos nosotros quienes rompamos una lanza a favor o en contra de la celebración de semejante acontecimiento, ni pongamos en cuestión la manera de hacerlo, con desfiles “militares” o de otra manera, como se hace desde algunas plataformas de reciente constitución. Tampoco en esta ocasión es nuestra intención llevar a cabo un sesudo análisis sobre tal acontecimiento y sobre su autoría, pues creemos que existe una amplia bibliografía al respecto que deja más que claros los aspectos más importantes del mismo. Lo que nos permite el mencionado acontecimiento y su celebración es reflexionar sobre un fenómeno que cada vez es más común, no sólo en nuestro entorno geográfico, sino también a nivel internacional, como está ocurriendo con la negación del holocausto nazi o el afrocentrismo: la proliferación de la pseudociencia y la pseudohistoria, como la define, por ejemplo, Michael Shermer, en su más que competente Por qué creemos en cosas raras. Pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo -cuya lectura recomiendo a todo aquél que se precie de historiador-, esto es, “afirmaciones que por su apariencia se asemejan a las científicas aunque carezcan de pruebas plausibles que las respalden”. A modo de ejemplo, podríamos mencionar los esfuerzos que en ese campo vienen realizando asociaciones como Nabarralde o, en este caso, Donostia Sutan. Pero, por no extendernos en exceso, nos centraremos en un caso concreto, ciertamente flagrante y, en nuestra modesta opinión, de extrema gravedad, por las repercusiones que ello puede acarrear.

Me estoy refiriendo a la reciente publicación del libro de Iñaki Egaña titulado Donostia 1813. Quiénes, cómo y por qué provocaron la mayor tragedia en la historia de la ciudad. En dicha obra el autor viene a defender la hipótesis -que no se convierte en tesis, puesto que el autor no llega a demostrar ni una sola de sus afirmaciones- de que fueron las autoridades “españolas” y, sobre todo, el general Castaños -amén del general Álava- los responsables máximos y últimos de dicha quema y de todos los excesos cometidos por la soldadesca portuguesa e inglesa, debido a su fobia contra la foralidad guipuzcoana -curioso en dos personajes de origen vasco y en un momento en el que en realidad lo que se pretendía era la modificación de los mismos, no su supresión-. Pues bien, la única prueba que aporta dicho autor son una serie de rumores y testimonios indirectos, a los que da pábulo y la máxima credibilidad. Una vez más, repetimos que a día de hoy la única certeza histórica que existe es que fueron los soldados portugueses e ingleses los únicos autores y protagonistas de tal hecho. La prueba de mayor peso aportada en tal obra es el testimonio de 79 donostiarras -en el que se basarían los manifiestos del ayuntamiento-, de los que -ojo al dato-, únicamente 5 manifiestan en sus declaraciones haber oído a los soldados portugueses e ingleses hechos prisioneros por los franceses durante el asalto que tenían orden del General Castaños de arrasar la ciudad y pasar a cuchillo a todos sus habitantes. Desde luego, transcurridos los acontecimientos, dichos soldados debieron haber sufrido juicio sumarísimo y consejo de guerra por no haber cumplido las órdenes, puesto que ni arrasaron toda la ciudad ni pasaron a cuchillo a todos sus habitantes. Como ya ha tratado de explicar el vicepresidente de la Asociación en el texto que precede a éste, los soldados de aquella época eran gentes de mala vida y poco honor y credibilidad. Puestos en sus carnes -aunque nos cuesta creer que los franceses les preguntasen por el origen de la orden recibida-, nos imaginamos que, de ninguna de las maneras, responsabilizaríamos a  nuestro jefe superior, el general Wellington, ni a los propios franceses, ante los que nos hallábamos; así que lo más fácil sería echarle la culpa al único ausente, el general Castaños. Si hubo más responsabilidades o intencionalidades veladas será difícil de precisar, pues la documentación existente no da para más -que, a pesar de lo que dice Egaña en una entrevista, ya se conoce desde la década de los años 70 y está toda ella publicada, tanto la extranjera como la local-. Todo lo demás son hipótesis de difícil probatura y vanos intentos de hacer historia hipotética.

Las razones contra la posible responsabilidad de Castaños, no obstante, son de peso. Por un lado, se debe tener en cuenta que el general Castaños tenía responsabilidad y mando sobre las tropas “españolas”, incluidos los tercios guipuzcoanos, que como sabemos no tuvieron protagonismo en el asedio y fueron enviados a contener los intentos del mariscal francés Soult en Cinco Villas y San Marcial. De ninguna de las maneras, tenía o podía ejercer mando alguno o decretar orden alguna sobre los contingentes lusobritánicos, al mando de Wellington. Por otro lado, y como demuestra una carta escrita el 23 de agosto por José Ignacio de Sagasti -transcrita en su día por Pedro de Soraluce para la Real Academia de la Historia, pdf que se puede obtener por Internet-, el general Castaños ya se había retirado del País Vasco; por tanto, no estaba presente cuando ocurrieron los hechos. Las razones que prueban la responsabilidad única y exclusiva de los mandos ingleses son de más peso aún, como lo demuestran la actitud del propio Wellington y el mea culpa entonado por diferentes autores británicos a lo largo de todo el siglo XIX, tanto soldados que participaron en los hechos o en las campañas peninsulares, como cronistas y documentalistas avezados.

Pero más allá del debate sobre la responsabilidad última de aquellos hechos, lo que nos interesa subrayar, en tanto que asociación de historiadores, sobre la mencionada obra acerca de aquellos acontecimientos del año 1813 firmada por Iñaki Egaña es su carácter pseudohistórico, por más que el autor pretenda presentarlo como un concienzudo y documentado análisis científico. No seremos nosotros quienes critiquemos al autor por no tener un doctorado en historia y haberse dedicado hasta la fecha más a cuestiones contemporáneas, como la guerra civil o ETA, que a temas que hunden sus raíces en los siglos modernos. Como perfectamente defiende John Lukacs en su El futuro de la Historia, “…tanto la cantidad como la calidad de las obras escritas por aficionados (o, hablando con más precisión, por personas que carecen de un doctorado en historia) aumentó y continúa aumentando hoy día, al tiempo que en las escuelas se enseña cada vez menos historia.”. La historia o mejor el relato de la historia puede ser escrito por cualquiera, profesional o no, pero siempre y cuando respete las reglas del juego y aplique el “método científico”. El pensamiento científico, como afirma Shermer, ha de contar con los siguientes elementos: inducción o formulación de hipótesis extrayendo conclusiones de los datos con los que se cuenta; deducción o elaboración de predicciones concretas basadas en las hipótesis; observación o recopilación de datos guiados por las hipótesis; y verificación de las predicciones con nuevas observaciones para confirmar la veracidad o falsedad de las hipótesis iniciales.

Con el método científico se busca objetividad, esto es, conclusiones basadas en la validación externa, y se evita el misticismo, es decir, conclusiones basadas en intuiciones personales que eluden la validación externa. La intuición no tiene nada de malo si se utiliza como punto de partida, pero las “verdades místicas” son exclusivamente personales y no pueden validarse externamente. La ciencia nos conduce al racionalismo, pues se establecen conclusiones basadas en la lógica y las pruebas. Las conclusiones dogmáticas, sin embargo, aunque no son necesariamente erróneas, inducen a nuevas preguntas, en esta ocasión sobre el autor: ¿cómo ha llegado a dichas conclusiones?, ¿le guiaba la ciencia u otra cosa a la hora de hacer esas afirmaciones? Es cierto que todos podemos tener nuestro punto de vista sobre la historia, pero no todos los puntos de vista son igualmente válidos. Algunos son históricos y otros pseudohistóricos, es decir, no hay pruebas que los apoyen ni son plausibles y quien los sostiene lo hace sobre todo por razones políticas o ideológicas. Quien hace pseudohistoria sabe, como afirma Shermer, que “la ideología influye en el conocimiento, hurga en la ignorancia o apatía del público con respecto a los hechos históricos, mezcla algunos acontecimientos reales con una serie de excéntricas inferencias sobre el pasado, y hace pseudohistoria”.

Tres son las carencias más flagrantes de la obra que venimos analizando. En primer lugar, el autor no utiliza aparato crítico, es decir, ni una sola nota a pie de página o final, con lo cual ninguna de sus afirmaciones puede ser contrastada. Ni siquiera, en un apartado final de anexos, aparecen transcritos ni total ni parcialmente los documentos a los que hace referencia: los manifiestos del ayuntamiento, la carta enviada por 21 vecinos de San Sebastián desde Pasajes a Wellington el 4 de agosto de 1813, los testimonios de los vecinos, etc. Tal vez sea, porque ninguno de esos documentos y testimonios son pruebas concluyentes para sus hipótesis, más bien al contrario. En segundo lugar, el autor da credibilidad absoluta a los testimonios de 5 de los 79 donostiarras, precisamente aquellos que mencionan haber oído a los soldados asaltantes responsabilizar a Castaños. No seremos nosotros quien pongamos en duda lo que oyeron los cinco testigos mencionados, no obstante, el problema de estos testimonios es que son escasos y no vienen apoyados por el resto de testigos (74), son indirectos y se basan en una serie de prejuicios, pues, como demuestra la carta redactada en Pasajes el 4 de agosto, corrió por aquellas fechas el rumor -nunca demostrado- de que los ingleses y portugueses tenían orden de entrar en la ciudad a sangre y fuego. Todo documento histórico necesita ser contrastado, pues contiene una carga de subjetividad; no debe olvidarse que “los documentos son escritos por humanos, seres extraordinariamente selectivos, que añaden, borran y alteran las pruebas” o simplemente tienen su propia visión de la realidad, que no tiene por qué ser la “verdadera”. Por último, el autor llega a utilizar expresiones como “tengo la convicción”, “estoy convencido”, etc., pero sin llegar a aportar pruebas concluyentes. Este voluntarismo revela ciertos prejuicios políticos, más aún cuando compara los acontecimientos descritos con el bombardeo de Gernika. Como acertadamente afirma Lukacs “La historia no se repite, ni se repiten tampoco los motivos y las condiciones del conocimiento histórico”. Más aún, y siguiendo al mismo autor, “…el objetivo de la historia no es tanto el de establecer una verdad de forma definitiva como el de reducir la mentira… La tarea principal de los historiadores, quizá en especial hoy día, es recordarle a la gente esas conexiones innumerables e infinitas (y también misteriosas) que ligan el presente y el pasado.”. Como afirma José Enrique Ruiz-Domènec en El reto del historiador, “La respuesta al reto del siglo XXI debe ser una historia basada en una educación responsable, lejos del positivismo ciego, de la tentación dogmática… El historiador debe conseguir una escritura que reúna rigor y capacidad comunicativa, que se haga entender, si puede”.

Egaña incurre en los problemas más comunes del pensamiento pseudocientífico, una vez más, según Shermer. En primer lugar, la teoría influye en la observación, por ello rechaza pruebas reveladoras y únicamente se queda con las que le interesan, precisamente las menos concluyentes. En segundo lugar, se centra en anécdotas sin contextualizar en el pasado, presente y futuro los acontecimientos que describe, esto es, analizando los antecedentes, el desarrollo de los acontecimientos y las consecuencias de los mismos, interrelacionando y trabando factores diversos. En tercer lugar, que una afirmación sea rotunda no quiere decir que sea cierta; es probable que algo sea pseudocientífico si se hacen afirmaciones tajantes de su poder y veracidad, pero las pruebas que las apoyan son escasas. En cuarto lugar, herejía no es sinónimo de verdad: quien desee hacer ciencia, debe aprender a jugar el juego de la ciencia, lo cual supone, primero, conocer a los científicos de su propio campo de estudio, y segundo, intercambiar datos e ideas con compañeros y presentar resultados en conferencias, publicaciones especializadas y libros, para que puedan ser contrastados. En quinto y último lugar, rumor no equivale a realidad, aunque puede dar lugar a cuentos muy bonitos.

Es cierto que los historiadores tenemos mucha culpa de lo que está ocurriendo, pues no dejamos oír nuestra voz y permitimos el intrusismo de algunos miembros de otros campos del conocimiento científico -Derecho, Ciencias de la Comunicación…- que tienden, desgraciadamente, a comportarse como pseudohistoriadores. Echando mano de la archiconocida expresión de J.A. Artze para el euskera, deberíamos decir que Euskal Herriko historia ez da galduko, sasihistorialariek historia idazten dutelako, historialari profesionalek defendatzen ez dutelako baizik (es decir: “la historia de Euskal Herria no se pierde porque la escriban los pseudohistoriadores, sino porque los historiadores profesionales no la defienden”). Somos conscientes de que a más de uno no le satisfará, pero la historia no puede dejarse llevar por ideologías políticas ni maniqueísmos. La historia debe ser neutra y tratar de desentrañar los factores y realidades que están detrás de los acontecimientos, no debe hacer juicios de valor, pues entonces deja de ser historia para convertirse en ideología y pseudociencia.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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